«El emprendimiento es como un hijo», suele repetirse.
De la mano de esta idea de ver al emprendimiento como un hijo, está el estigma social de que quebrar es malo. Nadie quiere que le vaya mal. Nadie tiene un hijo ni se casa con la idea de que le va a ir mal. Pero como en la vida, las cosas no siempre salen como se planean. Y si un día aquello que gestamos se torna difícil o nos deja un sabor amargo, entonces, quizás, llegó la hora de bajar la persiana.
¿Venderías a tu hijo cuando le genera frustración? ¿Lo hipotecarías cuando querés cambiar el vehículo? ¿Lo regalarías cuando te canses de él? El emprendimiento NO es un hijo. Empezar con esta idea en mente es peligroso. Es cierto que ponemos expectativas, tiempo, dinero, entusiasmo en el proyecto y en el emprenidimiento en sí mismo. También es cierto que podemos planificarlo y lo vemos crecer día a día. Lo nutrimos, acompañamos y estamos pendientes de los detalles. Pero el día que me canso del emprendimiento, que ya no me hace feliz, que deja de ser rentable, se cierra.
Porque de la mano de esta idea de ver al emprendimiento como un hijo, está el estigma social de que quebrar es malo. Nadie quiere que le vaya mal. Nadie tiene un hijo ni se casa con la idea de que le va a ir mal. Pero como en la vida, las cosas no siempre salen como se planean. Y si un día aquello que gestamos se torna difícil o nos deja un sabor amargo, entonces, quizás, llegó la hora de bajar la persiana.
Empeñarse en hacer que funcione, el sacrificio permanente como forma de vida y la hipoteca sobre la hipoteca, son señales de que algo necesita revisión.
Al final, todos queremos lo mismo: ser felices. Si el emprendimiento no aporta a ese camino: ¿para qué sostenerlo?
Sobre este mito y otros más hablo en El matamitos